El mejor momento del día es
ese en el que no estás ni dormido ni despierto. Sientes, oyes e incluso puedes
hablar y responder a cualquier cosa que te pregunten, pero no te das ni cuenta
porque estás casi soñando. Con un pie en
la tierra y otro en el paraíso.
Antes era verano, sonrisas
sinceras, cariño, caricias sin miedo; ahora soy el invierno más gélido de la
historia. Fría, triste, independiente, solitaria; lágrimas, hostias y gritos en
silencio a cualquier hora del día.
Son
las 2:16 a.m. La manta me llega por los ojos y el
aleatorio de mi móvil empieza a sonar en mis cascos. Me imagino valiente,
emocionalmente fuerte, capaz de hacer lo que siento que debo hacer en cada
momento, de luchar y derrotar a quien haga falta por conseguir ese sencillo
objetivo que me ronda la cabeza. Cierro los ojos, consciente o
inconscientemente, quién sabe. Y sigo imaginándome así, como una niña inmadura que
aún no ha aprendido que hay decisiones y actos que conllevan consecuencias
detrás y que no siempre son buenas. Me imagino viviendo el día a día sin
preocuparme de lo que pueda pasar mañana, o incluso dentro de un par de
minutos.
Y sucede. Suena esa maldita
canción. Abro los ojos y me siento como si llevase horas llorando. Escuece,
mucho, casi más que el corazón cuando él pasa por mi cabeza. Me siento triste,
indefensa, desprotegida, emocionalmente inestable, débil; siento miedo de lo
que pueda suceder mañana o dentro de un par de minutos; miedo de qué
consecuencias puedan tener mis actos. Miedo de herir. Miedo de que me hieran.
(De que me hiera).
Es
una canción preciosa. Tiene tanto detrás…
Este es uno de esos momentos
de hipnagogia. Uno de esos momentos en los que la valentía desearía entrar a
formar parte de mi vida y hacer que me levante y vaya a la habitación de al
lado a besarle y decirle cuánto le quiero y cuánto le he echado de menos, pero
que la cobardía le gana terreno haciendo que no me mueva ni un solo centímetro
de la cama.
(Pero a quién iba a
interesarle mi estúpida historia hipnagógica…)